Editorial. ¿Por qué España es un país “P. I. G.” y Francia no lo es?

El modo en el que se ha manejado la Historia de España en los últimos 150 años, es un tema verdaderamente interesante para cualquier historiador. No hay otro país de Europa que haya creado una imagen tan negativa de su propia Historia.

Los resultados de esa política de desprecio por la propia Historia, de deformación negativa de la misma, de fomento de la ignorancia más descarada  sobre esa materia y del desprestigio de aquellos que la practican como profesión -hasta el punto de negarle, a efectos prácticos, la categoría de ciencia-, son notables. Sólo por aludir a los más recientes, bastaría con recordar la guerra civil de 1936-1939, provocada y justificada, en no pequeña medida, como el resultado, inevitable, de una Historia que, por supuesto desde tiempo inmemorial, requería una hecatombe de esas características para arreglar toda una serie de fantasmagóricos «problemas históricos» supuestamente padecidos por esa nación tan diferente -también supuestamente- a las del resto de Europa occidental.

De la dictadura franquista no se podía esperar, naturalmente, que esa anormal interpretación de la Historia de España se corrigiese. Al fin y al cabo, esa serie de argumentos fueron su principal justificación para justificar lo injustificable, cosa bastante habitual en ese régimen desde que constituye su gobierno rebelde en Burgos, tras la sublevación de 18 de julio del año 1936. Pero, cabría preguntarse, la actual democracia española surgida tras la desintegración de aquel régimen, ¿ha hecho lo que debía hacer a ese respecto?, ¿ ha «desfranquificado» correctamente la interpretación, la imagen habitual de la Historia de España? A la vista, por ejemplo, de los actuales problemas que padece la deuda soberana de este país, parece ser que no.

El artículo que hoy presentamos, aprovechando el fin del “Puente de la Constitución” para plantear estas reflexiones sobre lo que, se supone, se celebra con él, las dará muchas claves sobre esa cuestión en la que nos va mucho a todos: historiadores, economistas, políticos, en fin, simples ciudadanos prisioneros, sin siquiera saberlo, de una mala, por no decir falsa, interpretación de su propia Historia. (Suscriben este Editorial Xabier Alberdi Lonbide, Álvaro Aragón Ruano y Carlos Rilova Jericó, miembros del Comité de redacción de “La Bitácora de Pedro Morgan”)

Los errores de la Transición española (I).

El abandono de la Historia. ¿Por qué España es un país “P. I. G.” y Francia no lo es?

Por Carlos Rilova Jericó

La Historia de España, y sobre todo la Contemporánea -es decir, la que va desde el año 1808 a la actualidad-, constituye un objeto de estudio, en efecto, muy tentador para cualquiera que se dedique a ese campo de la Ciencia de manera profesional, como es el caso del redactor de este artículo, o de los otros firmantes del editorial de este nuevo número de “La Bitácora de Pedro Morgan”.

No tanto por los hechos con los que se ha formado esa Historia, que también -a pesar de que, como vamos a ver, están todavía muy mal estudiados en muchas de sus facetas-, sino por la forma en la que esos hechos -y la Historia que forman en conjunto- han sido asumidos por la sociedad española del tiempo presente. Efectivamente, para cualquier historiador cabal, estudiar, investigar el modo en el que el que el español medio imagina su propia Historia, resulta -o debería resultar- un tema verdaderamente interesante.

Portada para el "Luis XIV" publicado por Gründ. Colección particular

Portada para el "Luis XIV" publicado por Gründ. Colección particular

En general ese ciudadano -o ciudadana- medio tienen una visión de su pasado que, por usar una imagen gráfica, podríamos llamar de “en alpargatas”.

Se trata, en efecto, de una idea turbia y pobre de su propia Historia y, lo que es más asombroso para el historiador, elaborada en contra de todo indicio racional, a partir de ideas y conceptos que no tienen ningún fundamento real.

Así, por ejemplo, muchos de ellos creen que el desarrollo económico e industrial español son cosa de anteayer. En general, parece creerse que hemos pasado de la época de las cavernas y el candil de aceite a la era de internet casi por casualidad. Por pura carambola histórica. Entre una fecha y otra, lo que ha habido -según esa teoría absurda-, ha sido una sucesión de derrotas -la Armada Invencible, la Guerra de Flandes, la Guerra de Independencia, ganada pero en vano, la guerra hispano-norteamericana de 1898, y así etc… hasta la  última de nuestras cinco guerras civiles- encajadas en una serie de épocas -más o menos vagamente identificadas- en las que la mayoría de la gente vestía ropas sucias y rotas, olía mal, se afeitaba peor, siempre iba calzada, por supuesto, con alpargatas, bebía de un botijo y, en general, constituía una especie de reserva sioux enclavada en una Europa muchísimo más desarrollada y en la que cosas como esas eran imposibles. Como bien lo demuestra cualquier película “de aventuras” o, más aún, “histórica”, que esos ciudadanos medios hayan podido ver.

En Historia, como en cualquier otro campo de la Ciencia, las cosas rara vez ocurren por casualidad, y el desarrollo histórico de semejante complejo colectivo, no es, desde luego, una de ellas.

En efecto, los españoles medios no tienen esa pobre -hasta la indigencia- idea de su propia Historia por casualidad. Es algo que, evidentemente, ha sido inducido. ¿Por quiénes y desde cuándo?

Parece existir un consenso básico en los libros que -afortunadamente cada vez más abundantes- se han aproximado a esta cuestión para intentar esclarecerla. Entre ellos podemos citar la “Hispanomanía” de Tom Burns Marañón, el “No siempre lo peor es cierto” de la catedrática Carmen Iglesias y, más recientemente, “El peso del pesimismo” firmado por Rafael Núñez Florencio[1].

Todos esos libros de Historia de la Historia de España, o de lo que los españoles han acabado creyendo que es su Historia, coinciden en señalar que las élites decimonónicas del país -tanto de una ideología política como otra-, es decir, las gentes que dominaban todos los ámbitos de poder -intelectual, económico, político- en la España del siglo XIX y comienzos del XX, han endosado esa visión catastrofista -disparatada, la llama con acierto la profesora Carmen Iglesias- de la Historia de España. Aceptando convertirla en la de un fracaso continúo a través de los siglos. Incluso aceptando lo que no se acepta en ningún otro país europeo. Es decir: que se les imponga esa visión de los hechos desde otras potencias de ese ámbito territorial que, lógicamente, para autoexaltarse, han necesitado erosionar -tanto como les ha sido posible- la imagen-país de España y con ella, por supuesto, la de su Historia.

Bien, aclarado tan importante punto, deberíamos considerar una cuestión que, seguramente, podría lanzar cualquiera de esos ciudadanos españoles medios que leyera este artículo: “de acuerdo, ¿y qué más da? ¿Con la que esta cayendo en Economía, tenemos que preocuparnos de un pasado muerto?. ¿Qué nos va a resolver esto?”

Se trata de unas preguntas verdaderamente reveladoras de la clase de problema que tenemos entre manos y que, como dice el título de este artículo, la Transición -es decir, quienes detentan el poder en la España actual desde el año 1978, en todos los ámbitos, intelectual, político, económico- no han sabido -o querido- resolver. Es sintomático que en España una persona medianamente culta pueda cuestionar que ese abandono de la Historia no tenga ninguna importancia, que, de hecho, sea menos importante que las cuestiones económicas. Indica que quien la plantea nada sabe, realmente, de su propia Historia y menos aún de la de sus vecinos y el modo en el que la han tratado, utilizado y, en fin, explotado.

En Francia nadie se ha planteado jamás que la Historia, no tenga ninguna importancia y menos aún que pueda ser relatada, como ocurre a menudo en España, por un cualquiera semiletrado. Categoría intelectual -por llamarla de algún modo- que, además, por lo general, convierte esa Historia en un panfleto catastrofista al servicio de la crisis de autoridad de determinadas élites, que así han tratado de justificar las atrocidades políticas de las que se han servido para hacer frente al ciclo revolucionario desatado en España -como en otros países de Europa- a partir de la revolución de 1789.

Las “Memorias” de guerra del general De Gaulle, son verdaderamente instructivas a ese respecto. Basta con echar un vistazo a las primeras palabras de esos tres gruesos volúmenes: “Toda mi vida, me he hecho una cierta idea de Francia. Ese sentimiento me lo ha inspirado algo más que la razón (…). Mi padre, hombre de pensamiento, de cultura, de tradición, estaba impregnado del sentimiento de la dignidad de Francia. Él me descubrió la Historia”[2].

¿Qué clase de Historia le fue descubierta al general De Gaulle por su padre para que se hiciera esa idea tan sólida de Francia?

Se trata de una cuestión verdaderamente apasionante. En ella está, desde luego, la respuesta a la pregunta que se planteaba en el título de este artículo. Para responder a una y otra es preciso dar un repaso a ciertos volúmenes -algunos finos como una revista y otros gruesos hasta resultar perjudiciales para la salud de quien no los sujete con  mano firme- que han hecho de Francia lo que es hoy día.

Empezaremos por “L´ homme du destin” -es decir, “El hombre del destino”-, una corpulenta colección en cuatro volúmenes en los que se pasa revista -con todo lujo de detalles y muchas fotografías- a la vida del propio general De Gaulle. Desde su nacimiento en el año 1890, hasta su muerte en el de 1970.

El primero de ellos se titula, significativamente, “La resistencia”. En él se cuenta el nacimiento y la infancia del que años más tarde, en 1940, salvaría a Francia de una dictadura muy similar a la que experimentó España entre ese año y 1975. En las primeras páginas de ese grueso volumen in-folio se nos dice que el padre del general De Gaulle era, en efecto, historiador, profesor de esa materia en un colegio de jesuitas. Pero, ¿qué significaba ser historiador en la Francia de 1890? Lucien Febvre, el gran renovador de la Historiografía francesa y, de hecho, mundial, lo ha descrito con bastante exactitud en sus “Combates por la Historia”. Sin embargo, ese trabajo no da demasiados detalles respecto a la clase de Historia que tenía un historiador francés en la cabeza en el año en el que nació aquel hombre -al parecer predestinado- conocido como Charles de Gaulle. Para eso es preciso seguir leyendo ese primer volumen -de cuatro- destinado a glosar su vida[3].

Así encontraremos un fragmento de una entrevista concedida por el general a un periodista norteamericano, David Schoenbrunn, en la que De Gaulle explicaba, con todo detalle, su idea de la Historia de Francia. Aseguraba que ésta comenzaba con Clovis, elegido como rey por las tribus de los Francos que, como señala el general, fueron las que dieron su nombre a Francia…[4]

Esas afirmaciones revelan, prácticamente sin ninguna duda, que una de las muchas lecturas a las que estuvo expuesto el joven Charles de Gaulle en casa de aquel padre, historiador francés de finales del siglo XIX, debió de ser “Clovis”, obra firmada por Firmin de Croze. Se trata de uno de los miles de títulos que, con una magnífica y cara manufactura, fueron editados en Francia en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX. El “Clovis” de Firmin de Croze en concreto, había sido publicado a principios del siglo XX en Limoges por Marc Barbou. Como todos esos libros que llenaron las bibliotecas de la burguesía francesa de esas fechas, estaba magníficamente encuadernado en cartón recubierto de tela roja estampada con imágenes en relieve y doradas parcialmente. En este caso con la escena en la que Clovis dirige una carga a caballo contra los enemigos de esa Francia de la que él, según el autor de ese libro, fue la cuna[5].

Primera página del "Clovis" de Firmin de Croze

Primera página del "Clovis" de Firmin de Croze

Esa fue la clase de Historia que aprendió Charles de Gaulle. Obras como ésta estaban destinadas -de manera confesa- a imbuir en las mentes de los niños que alguna vez iban a dirigir a Francia en calidad de élites -intelectuales, militares, económicas, políticas…-, una idea positiva de su propio pasado, una cierta moral de triunfo basada en las grandezas de esa Historia. Una actitud, un propósito consciente y muy determinado, que se repetirá, una y otra vez, en todo lo que se publica en ese campo editorial desde la fecha en la que Charles de Gaulle es sólo un niño hasta la época en la que, por accidentadas circunstancias, asumirá la Presidencia de la IV República francesa que él había salvado de la derrota ante los alemanes en 1940…

En efecto, tras obras como el “Clovis” de Firmin de Croze podemos encontrar el “Bonaparte” y el “Napoléon” de Georges Montorgueil editados por Boivin y Compañía, respectivamente, en 1910 y 1921, dentro de una colección que también dedicará volúmenes de similares características a otras grandes figuras de la Historia de Francia, como el cardenal Richelieu. Todas ellas coinciden en un mismo común denominador: esos grandes hombres han tenido una idea clara de Francia y la han conducido a ser lo que es en el momento en el que se editan esas obras. Por encima de sus errores, de sus crueldades, de las muertes que ocasionaron, de su misma condición de laicos o eclesiásticos, esos grandes hombres del pasado de Francia son metabolizados, positivados podríamos decir, para que los jóvenes burgueses franceses -como Charles de Gaulle- tengan también una idea clara y firme -en general optimista- de su propio pasado[6].

El caso de la obra dedicada al cardenal Richelieu, es verdaderamente revelador. A pesar de tratarse de un eclesiástico, de un príncipe de la iglesia católica, nada de eso impide a Gabriel Hanotaux, prologuista de esa obra publicada en el año 1904 por Combet y Compañía, deshacerse en elogios a Armand Jean du Plessis, anteponiendo a sus convicciones políticas radicales la consideración de que Richelieu, con su propia política -que Hanotaux conocía bien, pues lo había estudiado como historiador-, había dado origen a la Francia grandiosa y republicana que él -antiguo ministro de Exteriores francés, además- dibujaba en su prólogo a la obra de Théodore Cahu. Algo que quedaba meridianamente claro en la última de las impactantes ilustraciones de ese libro, que para Hanotaux, no sin razón, eran la mejor parte del mismo. En ella Maurice Leloir había dibujado -y pintado- el monumento funerario del cardenal en la Sorbona cubierto por una figura alada y armada como Atenea -representando a Francia, evidentemente- que cubría, nada menos que con la bandera tricolor republicana, la estatua yacente del cardenal que dedicó toda su vida al servicio de la monarquía cada vez más absoluta de Luis XIII…[7]

Ilustración final para el "Richelieu" de Th. Cahu

Ilustración final para el "Richelieu" de Th. Cahu

En los años 30 del siglo XX continúa esa tradición, por sólo citar un par de ejemplos, un autor como A. De Montgon, que, con la ayuda de dibujantes más vanguardistas, pero no por eso menos eficaces que Job o Maurice Leloir, escribirá volúmenes como “Histoire de France” o “Napoléon”. Éstos, en un formato mucho más asequible, extienden entre el público francés el mismo tipo de ideas que se pueden encontrar en el “Clovis” de Firmin de Croze o en las obras de Cahu o Montorgueil[8].

La Segunda Guerra Mundial y la derrota ante Alemania no supusieron ni la más mínima merma en el modo en el que las élites francesas ven su Historia y la transmiten a aquellos que les deben apoyar o, en su día, sustituir al frente de los asuntos del país. A ese respecto basta con hojear “Un temple de Gloire”.

Se trata de una obra muy similar a las de A. De Montgon editadas por Hachette antes de la debacle de 1940 que antecede a la derrota y la ocupación nazi. En ella se cantan todas las glorias del pasado de Francia en diciembre de 1944. Es decir, apenas unos meses después de que París haya sido liberada de las tropas alemanas. Así, parte del poco dinero que parece quedar en una Francia depauperada tras la ocupación, y aún en guerra abierta contra Alemania, es dedicado a producir este volumen -con magníficas ilustraciones en color de Raoul Auger-, que explica a los niños y adolescentes franceses, recién salidos de la derrota y la ocupación, el “destino manifiesto” de Francia que se resume perfectamente en las dos últimas páginas de este libro, en las que se explica dónde está en el Museo de los Inválidos la tumba de Napoleón I y cómo en torno a ella, como si fueran una guardia de honor -en palabras de los autores de este libro-, se han situado las de sus hermanos, reyes de España, de Westfalia, etc… y la de mariscales de Francia como Turena -fiel servidor de Luis XIV-  o Foch, uno de los artífices de la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial…[9]

El testigo de obras como esas será retomado por la librería Gründ de París la cual, a lo largo de la década de los cincuenta que verá el ascenso de Charles de Gaulle a la presidencia de Francia, se dedica a editar otra de esas grandes colecciones de grandes personajes de Francia que, desde Vercingetorix a Napoleón III, pasando por Carlomagno y Juana de Arco, explican a los niños y a los adolescentes franceses lo grande y gloriosa que es la Historia de su país, a la que pueden mirar confiados para inspirarse en todo lo que emprendan en su vida…[10]

Evidentemente la presencia de libros como esos en Francia y la ausencia de equivalentes similares en España, explica mucho sobre la perversa, y pervertida, visión que los españoles han desarrollado sobre su propia Historia a lo largo del último siglo…

Eso también explicaría -o debería explicar- para quienes después de leer esto aún afirmen “bueno, ¿y qué?”, la razón por la cual, por sólo citar un ejemplo, nadie ha tenido dudas sobre la solvencia financiera de Francia a pesar de que las huelgas se han repetido en ese estado europeo una y otra vez desde que se anunciaron diversos planes de ajuste económico. También explicaría la razón por la que Francia saldrá antes de cualquier problema que se le plantee: sencillamente porque sus élites han invertido mucho dinero en crear una imagen positiva -y más exacta- de su propia Historia y con ella del país que gobernaban. Justo lo contrario a la manifiesta irresponsabilidad de las élites españolas que, en su mayoría, se han dedicado a jugar, durante más de un siglo, al estúpido juego de arrojar piedras contra su propio tejado -y dejar que otros las arrojasen, además-, prefiriendo reducir a cenizas el país periódicamente antes que permitir que las cosas no se hicieran del modo que a algunos de ellos les parecía correcto o, más exactamente, rentable para sus intereses particulares.

Ese, por si alguien no se ha dado cuenta todavía, es el verdadero peso de la Historia y el peligro que entraña manejar esa materia de determinada manera y por manos no especializadas. Poco más o menos el mismo que entrañaría, por ejemplo, dejar en manos de personas que, en el mejor de los casos, han leído unos cuantos libros de Física, el manejo de los reactores de las centrales nucleares de este país. Si en las de expertos son peligrosas, imaginen lo que ocurriría en ese hipotético -y verdaderamente indeseable- caso. Los ataques a la deuda soberana española -y todo lo malo que pueda venir después- son el equivalente final de esa irresponsabilidad en el manejo de la Historia que se ha tolerado, o incluso animado, durante los últimos treinta y cinco años en los que, se supone, la nueva clase política, debería haber hecho algo por desarmar la nefasta imagen-país de España sobre la que cabalgó demencialmente la Dictadura franquista que, además y sólo para empezar, se reveló como perfectamente inútil -en el plano económico, por no hablar del político y el diplomático- apenas dos décadas después de su “Primer año triunfal”[11].

¿Cabe alguna esperanza de que este cuadro, verdaderamente preocupante, cambie? La Transición fue un acierto en muchos aspectos y un error en muchos otros. El primero, aparte de ese abandono de la Historia, ha sido el de una monolítica cosmovisión  verdaderamente reacia a renovar ciertos discursos. Como el que tiene que ver con la imagen-país y, por derivación, con la Historia de dicho país.

La actual crisis, sin embargo, parece estar permitiendo que aflore a la luz pública otro discurso -mucho más responsable, veraz, acertado- que, realmente, se estaba echando en falta desde hacía treinta y cinco años. A ese respecto resulta reconfortante leer artículos como el titulado “Cuestión de marca”, que publicaba este pasado domingo el suplemento de Economía de “El País”. Iba firmado por un cargo político, Pedro Gómez Damborenea, viceconsejero del Gobierno Vasco, que, por lo que decía en esas líneas, demuestra que entre las actuales élites políticas hay quien es perfectamente consciente de la problemática que se ha ido describiendo en este trabajo, de lo absurda que resulta y, más aún, de los peligrosos abismos a los que da lugar[12].

Sin embargo en el mismo diario “El País”, un día antes, se podían encontrar otros síntomas, verdaderamente inquietantes, sobre la falta de una política realmente eficaz con respecto a la promoción de una materia tan delicada como la Historia y la imagen-país que ésta -como acabamos de ver a través del ejemplo francés- acaba proyectando.

En efecto, según una noticia publicada por ese diario el 4 de diciembre, las discusiones sostenidas en un foro de empresas culturales -celebrado recientemente en Madrid- habían llegado, más o menos, a la misma conclusión a la que ha llegado este artículo. La de que otros países europeos llevaban años, o más bien siglos, invirtiendo en cultura, en Historia, y utilizando esa inversión para mejorar sus productos y hacerlos atractivos a los compradores extranjeros, gratamente impresionados por esa imagen positiva. Sin embargo, por lo que se deducía del análisis de ese texto -al menos del que un  experto en análisis de textos, como lo es un historiador, pudiera hacer- nadie en esa reunión parecía ser consciente de qué hubiera que cambiar nada con respecto al modo en el que algunos de ellos -entre otros la empresa editora de ese diario- habían estado haciendo las cosas desde el comienzo de la Transición. En efecto, un perfecto ejemplo de esa falta de propósito de enmienda con respecto a qué clase de producto cultural debería fabricarse en España, aparecía en otra de las páginas de ese mismo número de “El País”[13].

Concretamente en la 37. En ella se imprimía un artículo del escritor José Manuel Fajardo que parecía estar dedicado enteramente a promocionar un libro verdaderamente recomendable, “Un guardia civil en la selva”, del antropólogo catalán Gustau Nerín. Ese artículo que, en principio, parecía apuntar en la dirección correcta al recomendar al público medio un libro en el que -como ocurre con “La epopeya de los locos” del propio Fajardo- se habla de una parte de la Historia de España desconocida y, de hecho, equiparable a la del resto de Europa, pronto derivaba, sin embargo, hacia el discurso habitual en ese país desde el fin de la Dictadura. Es decir, para empezar confundía Literatura con Historia. Para continuar, Fajardo se limitaba a dar en su artículo ciertos nombres autorizados -el de Nerín, el del reciente premio Nobel Vargas Llosa, el de Joseph Conrad, el de Bernardo Atxaga- y dejaba fuera, por ignorancia o por la razón que fuera, todo lo que se ha escrito respecto a ese tema del Imperialismo decimonónico español desde hace años. Antes incluso de que se publicasen algunos de los libros que él citaba como una especie de panacea contra la ignorancia de la Historia de nuestro propio colonialismo, caso de “Siete casas en Francia” de Bernardo Atxaga. Por supuesto editado por una de las empresas del mismo grupo que edita “El País”…[14]

Así, todo lo escrito fuera de esos márgenes, quedaba, también por supuesto, silenciado. Ya fuera, por ejemplo, el “Gobernar colonias” de Josep María Fradera o la ya mencionada “Vida del duque de Mandas (1832-1917)” que, más de medio año antes de que Atxaga publicase su libro, había sacado a la luz datos -basados en la investigación de archivos de estado españoles, franceses y británicos- en dos capítulos enteros -uno de ellos precisamente titulado “Un viaje al corazón de las tinieblas”- sobre ese Mediterráneo de la política exterior española en África que José Manuel Fajardo decía haber descubierto y que, muy en contra de lo que él cree, y afirmaba, repitiendo los tópicos habituales en el mundo cultural franquista, nada tenía que ver con la de un imperio en decadencia[15].

Así, con actitudes como esas, que dicen pretender resolver el problema aplicando prácticamente las mismas recetas que lo han creado, se está incubando, una vez más, el mismo problema que acabó en los campos de batalla de la guerra civil de 1936-1939.

¿Alguien va a hacer algo para evitar una nueva debacle? ¿Los escritores de best-sellers (de historiadores ni hablamos, puesto que donde hay escritor de novela histórica, bien lo hemos ido aprendiendo, con sangre, como la letra, no parece mandar historiador alguno)? ¿Las fuerzas políticas que dicen representar el “progreso” en España y que, por supuesto, deberían hacer algo para evitar una situación en la que ellos no tendrían lugar salvo, quizás, en el exilio o más bien dos metros bajo tierra? ¿Las mismas cancillerías que en su día favorecieron la Segunda Restauración conocida como “Transición” evitando así una “Somalización” de uno de los países más estratégicos de un territorio ya de por sí tan estratégico como Europa occidental?

¿Cuántas redacciones más, aparte de la del “Financial Times” tendría que visitar Elena Salgado, o quien ocupe su puesto en un futuro más o menos lejano para decirles que se equivocan sobre España? ¿No sería más útil empezar por cultivar, y exportar, una imagen menos degradante, menos falsa, de la propia Historia, esa en la que siempre se aparece retratado justo como aquello que tanto facilita el trabajo de especuladores financieros como los que han dado pábulo a esa venenosa insidia de los países “PIGS”?

Estatua ecuestre de Luis XIV en Versalles. Foto del autor

Estatua ecuestre de Luis XIV en Versalles. Foto del autor

Todo el Mundo sabe que existió un Luis XIV y un Napoleón. De hecho, en el Museo del Ejército francés, en Los Inválidos, hay una bonita holografía en la que ambos retratos se confunden. ¿No va siendo hora de que se sepa que Vergara, no muy lejos de la frontera con Francia, una sola población que nunca pasó de tener unos pocos miles de habitantes, dio en menos de cien años a dos hombres que, respectivamente, desbarataron los planes primero de Luis XIV y después de Napoleón I  mientras otros dos descubrían,  también allí, el wolframio que permitió a escritores como Hanotaux o Burnand escribir sus panegíricos, o a Job o Mazurier dibujar sus magníficas ilustraciones, a la luz de sendas bombillas?

Pueden apostar a que es mucho lo que está en juego por lo que respecta a  conocer y, sobre todo, difundir correctamente biografías como las de Andrés de Madariaga y Amatiano, Gabriel de Mendizabal o los hermanos Elhuyar… Cuando empiece el próximo vaivén financiero, que, seguramente, no tardará muchos años en producirse, lo agradecerán. Infinitamente. ¿O alguien tiene alguna duda sobre que, por desgracia, se está mucho mejor situado en el mismo rango que París que a la altura del centro de Mogadiscio? Pues si no se hace ninguna inversión a ese respecto tengan por seguro que eso es lo que ocurrirá. Y dejo a su imaginación suponer las consecuencias que esa alteración del mapa de Europa podrá suscitar.

Para evitarlo, en efecto, se debería empezar, aparte de aplicar otras medidas, a invertir en escribir y difundir una Historia verdaderamente profesional de nuestro pasado, superando la que los franceses, por ejemplo, han estado mimando durante un siglo, empezando por los libros destinados a niños y adolescentes y siguiendo hasta obras de gran porte profesional como “L´homme du destin”.

Propaganda de guerra a favor del general De Gaulle. Colección particular

Propaganda de guerra a favor del general De Gaulle. Colección particular

Acabare recordando, por si acaso, que -como parece haber ocurrido con frecuencia en ciertos medios durante los últimos treinta y cinco años- matar al mensajero nunca ha servido de nada… salvo para prolongar y agravar los problemas del destinatario del correo…


[1] Véase, respectivamente, BURNS MARAÑÓN, Tom: Hispanomanía. Espasa Calpe. Madrid, 2000, IGLESIAS, Carmen: No siempre lo peor es cierto. Estudios sobre la Historia de España. Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores. Barcelona, 2008 y NÚÑEZ FLORENCIO, Rafael: El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto. Marcial Pons. Madrid, 2010.

[2] Véase DE GAULLE, Charles: Mémoires de guerre. L´appel 1940-1942. Librairie Plon. Paris, 1959, p. 1.

[3] DROIT, Michel (dir.): L´homme du destin. Charles de Gaulle. La Résistance. Livre de Paris-Hachette. Paris, 1987, p. 13. Sobre la práctica de los historiadores franceses a finales del siglo XIX FEBVRE, Lucien: Combates por la Historia. Ariel. Barcelona, 1982, pp. 123-150.

[4] DROIT (dir.): L´homme du destin. Charles de Gaulle. La Résistance, p. 18.

[5] Véase DE CROZE, Firmin: Clovis. Le berceau de France. Marc Barbou. Limoges, s. f.

[6] Los volúmenes dedicados a Napoleón Bonaparte fueron editados previamente por Combet y Compañía a principios del siglo XX. Aquí citamos las ediciones facsímiles reeditadas por J&D y Atlantica, de Biarritz, basadas, a su vez, en las reediciones de 1910 y 1921 de Boivin y Compañía. Véase MONTORGUEIL, Georges-JOB: Bonaparte. J&D Éditions. Biarritz, 2002 y MONTORGUEIL, Georges-JOB: Napoléon. Atlantica. Biarritz, 1997.

[7] CAHU, Théodore-LELOIR, Maurice: Richelieu. Atlantica. Biarritz, 1998, p. 82. Sobre Hanotaux y su carrera como político e historiador puede encontrarse una breve pero interesante descripción en RILOVA JERICÓ, Carlos: Vida del duque de Mandas (1832-1917). Instituto de historia donostiarra dr. Camino. Donostia-San Sebastián, 2008, pp. 336-337.

[8] Véase DE MONTGON, A.: Histoire de France. Hachette, Paris, 1937 y DE MONTGON, A.: Napoléon. Hachette. Paris, 1937.

[9] Véase DIRECTION DES SERVICES DE PRESSE DU MINISTÈRE DE LA GUERRE-AUGER, Raoul: Un temple de Gloire. Editions G. P. Paris, 1944, pp. 38-39. Sobre las condiciones verdaderamente miserables en las que se encuentra Francia durante la ocupación, puede resultar de interés CONTE, Arthur: Aout 1944. La Liberation. Editions Carrere-Michel Lafont. Paris, 1986, pp. 8-10.

[10] Véase, por ejemplo, aparte de la ilustración que incluimos en este trabajo con la portada del volumen dedicado por Gründ a Luis XIV en 1955, firmado también por Robert Burnand e ilustrado por Albert Mazurier, BURNAND, Robert-PICHARD, Jean-Jacques: Napoléon III. Librairie Gründ. Paris, 1958.

[11] Sobre esta cuestión puede resultar de interés el libro que se publicita en esta revista, firmado por el que estas líneas escribe. Véase  RILOVA JERICÓ, Carlos: Cardenales, reyes, príncipes y dictadores. La larga Historia de la Paz de los Pirineos. Hondarribia (1660-1960). Hondarribiko Udala-Zehazten Z. K. San Sebastián, 2010.

[12] GÓMEZ DAMBORENEA, Pedro: “Cuestión de marca”, en suplemento “Negocios” de  “El País”, 5 de diciembre de 2010, p. 17.

[13] Véase “El País”, 4 de diciembre de 2010, p. 47.

[14] Véase FAJARDO, José Manuel: La epopeya de los locos. Españoles en la Revolución francesa. Ediciones B. Barcelona, 2002.

[15] FAJARDO, José Manuel: “Desmemorias de África”, en “El País”, 4 de diciembre de 2010, p. 37. Véase FRADERA, Josep María: Gobernar colonias. Península. Barcelona, 1999 y RILOVA JERICÓ: Vida del duque de Mandas (1832-1917), pp. 279-417.

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4 respuestas a Editorial. ¿Por qué España es un país “P. I. G.” y Francia no lo es?

  1. Jose Manuel Fajardo dijo:

    Estimado Carlos Rilova Jericó, soy el autor del artículo publicado en El País al que usted dedica algunas líneas críticas en su texto. Le agradezco que haya tomado mi artículo en consideración, aunque sólo sea para reprocharme las carencias o errores que encuentra en él. Es su derecho y además eso foma parte del debate inteletual. Como certeramente dice, el propósito de ese artícuo era dar a conocer al gran público el libro de Gustau Nerín, un texto que en mi opinión podría ayudar a muchos a comprender las responsabilidades de España en la tragedia guineana. Las referencias a otros textos literarios novelísticos tenían el simple propósito de enmarcar la obra de Nerín con referencias claras para el público, pues el artículo no pretendía ser ni académico ni exhaustivo. Para empezar, cuando sólo se tiene un espacio de 1.400 caracteres para escribir difícilmente se puede ser exhaustivo. Seguramente usted hubiera preferido que yo escribiera sobre otros autores, pero el problema es que el que escribió ese artículo soy yo y no usted, así que hablé de aquellos autores que me pareció oportuno, de igual modo que usted habla de los que le parece bien en su texto. Todo eso forma parte también del debate intelectual. Lo que no forma parte de ese debate son las insinuaciones insidiosas «ad hominen». Por eso quiero aclararle que si hablé de Bernardo Axtaga y su novela fue porque considero a Atxaga uno de los mayores escritores de nuestro tiempo, su novela me parece espléndida y era un buen ejemplo de cómo grandes autores españoles se ponían a escribir del Congo en vez de hacerlo sobre Guinea, señal de que el tema guineano no tiene una gran presencia en nuestro imaginario literario (ya sé que hay autores que lo han abordado, de hecho fui miembro del jurado que galardonó en París con el premio Juan Rulfo de novela corta a uno de ellos, pero me reafirmo en que Guinea no ocupa un lugar destacado en nuestro imaginario literario). Esa fue la única razón. Por ello su acotacion sobre el libro de Atxaga ( «Por supuesto editado por una de las empresas del mismo grupo que edita “El País” ) resulta tan gratuita como inaceptable. Si piensa que yo he citado alguna vez en mi vida un libro por los vínculos del editor de ese libro con el periódico donde publico no solamente ignora por completo quién soy y cómo pienso, cuáles son los valores por los que llevo luchando toda mi vida y cuál es el precio que he pagado por ello, sino que me insulta personalmente. Y esa es la parte trágica del debate intelectual en España y una de las razones por las que llevo viviendo fuera del país desde hace diez años: en España todo debate termina por convertirse es un intercambio de insultos personales. Y en ese pantano se ahogan todas las ideas.

    • Estimado -y admirado- José Manuel Fajardo. Le respondo tanto a título personal como a título de miembro del Comité de Redacción de «La Bitácora de Pedro Morgan». Lamento mucho que mi redacción le haya parecido insidiosa. Es usted muy dueño de citar a los autores que le parezca por las razones que también encuentre convenientes. Nada que añadir a eso y nada más lejos de mi intención que ofenderle personalmente por esa causa. Ni a usted, ni a Bernardo Atxaga, ni a nadie. Si así ha sido, me disculpo públicamente, como puede ver. Dicho esto sólo añadiré que «La Bitácora» nació con un espíritu determinado y de una sensación de hartazgo sobre el modo en el que grandes empresas culturales españolas tratan determinados temas como la Historia de este país, ignorando sistemáticamente obras y autores que quedan -cosa que no es nada difícil, dado los estrechos raseros que utilizan- fuera de sus circuitos de publicación y difusión, anulando así ese debate intelectual que usted, con toda razón, encuentra tan necesario. Queda claro por sus réplicas, que su intención no era, en ningún momento, adherirse a esa manera de hacer las cosas. Lo celebro y no esperaba nada menos de quien ha escrito un libro tan magnífico y tan recomendable -vuelvo a suscribirlo- como «La epopeya de los locos» en el que se da a conocer algo tan necesario, tan fundamental, como que los españoles también fueron adeptos de las ideas de la revolución de 1789. Sin embargo, comprenda que de algún modo hemos de manifestar ese debate, vetado en todos los medios convencionales, sobre lo que ocurre en nuestra industria cultural, que es absolutamente real. Tanto como los problemas que, en no pequeña medida, hoy padecemos por culpa de esa dejadez, manifiesta, que, durante treinta y cinco años, ha sido incapaz de generar una imagen-país que superase la legada por el Franquismo. Evidentemente mi tiro por elevación le ha acabado dando también a usted. Lo siento mucho, pero, considere, ¿qué alternativas, qué discurso crítico, de carácter eminentemente defensivo, podemos generar los historiadores contra una gran industria cultural que nos ningunea, que nos sustituye por Literatura mejor o peor, escrita por autores grandes, mediocres y pequeños pero, desde luego, por lo general, mal informada en un tema tan delicado, tan estratégico, como la Historia? Es muy difícil afinar bien el tiro en una situación de emergencia como esa. Estamos los redactores de «La Bitácora» en la misma situación que el príncipe Hamlet de Dinamarca cuando medita sobre hacer o no hacer nada. Lamento que haya salido usted herido por nuestra decisión de tomar las armas -intelectuales- y luchar contra esa indeseable situación que, como trataba de dejar claro en mi artículo, nos está llevando camino del abismo -y no sólo a los historiadores de este país, como podrá deducir de cualquier telediario-, cuando podría haberse arreglado ahora hace treinta y cinco años en lugar de haber permitido, con una determinada política de publicaciones y promoción de autores, que se enconase, más y más, la úlcera sociológica dejada por la Dictadura que nos ha privado de las defensas con las que ahora cuentan países como Francia o Gran Bretaña.
      Tendiéndole la mano a través de este espacio para que todo quede reducido a un debate intelectual -como éste con el que usted me honra, respondiéndonos- y no a lo que usted llama insultos personales, reciba un cordial saludo.

  2. Jose Manuel Fajardo dijo:

    Estimados señores del consejo de redacción de La Bitácora de Pedro Morgan. Ayer, 8 de diciembre de 2010, publicaron un artículo de Carlos Rilova Jericó en el que, muy legítimamente, se vertían críticas contra el artículo que yo había publicado en el diario El País sobre Guinea el pasado 4 de diciembre. Desgraciadamente, el señor Rilova se permitió también una insisnuación insidiosa sobre mi persona sugiriendo que la referencia en mi artículo a la última novela de Bernardo Atxaga estaba motivada por el hecho de haber sido publicada en una editorial del mismo grupo editor que El País. Ayer dejé un comentario en su Bitácora respondiendo a esa insultante insinuación y hoy compruebo que dicho comentario no ha sido publicado en su página. Les ruego lo publiquen o, caso de que lo hayan hecho, verifiquen que sea accesible para quienes entren en página. Un saludo. José Manuel Fajardo

    • Estimado José Manuel Fajardo, en primer lugar disculpe el retraso en la aprobación y publicación de su pertinente comentario. El número de este mes, aparte de nuestras numerosas obligaciones profesionales, nos ha impedido prestarle la atención que merece y darle una salida más pronta. Subsanado, como ve, este pequeño retraso debido a esos motivos, reciba un cordial saludo.

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