Resulta imposible de creer. Pero en París es posible. No importa las veces que se visite. Siempre queda algún recoveco por descubrir. Y en él alguna tienda con algún misterio, más o menos grave, en su interior.
Cosas que, en realidad, están para quien las busca. Claro. Ese fue el caso de cierto conocido profesor universitario de una materia un tanto abstrusa pero que, sin embargo, el ingenio meridional del interesado había conseguido convertir en novelas de ventas millonarias.
Lo llamaremos, en aras de la discreción, profesor E. Aunque un devoto de los cuentos de E. T. A. Hoffmann, como él lo es, sin duda hubiera preferido el apelativo de “signor E”.
No es ningún secreto que el profesor E disfruta paseando por las calles de París. Lo ha declarado públicamente y además cuenta con algo que el resto de los mortales que también disfrutamos paseando por las calles de París, desearíamos tener pero vemos, siendo realistas, como un sueño inalcanzable. Es decir, un piso en el centro de París que permite al profesor E disfrutar tanto y cuanto quiere de esos largos paseos por esa ciudad sin preocuparse por la cuenta del hotel o por los enlaces ferroviarios o, peor aún, los puentes aéreos que lo devuelvan, renovado tras ese contacto vivificante, a su hogar y a su cátedra.
Ese superávit de tiempo de paseo por París es, casi con seguridad, lo que permitió al profesor E descubrir aquel manuscrito. Todo transcurrió, más o menos, de acuerdo a las rutinas habituales en esos cuentos euroasiáticos que a todos nos han contado una y otra vez durante nuestra ya olvidada Infancia. Ya saben, historias truculentas con madrastras y hermanastras, lobos que devoran a jovencitas incautas o huérfanos de pequeño tamaño que sobreviven, gracias a su ingenio, a las hambrunas medievales y al abandono en aquellos terribles bosques europeos anteriores al gran desbroce que empieza entre los siglos XII y XIII.
El profesor E, en efecto, como uno más de esos personajes de cuento que había analizado, una y otra vez, en sus clases magistrales, para ilustrar a los asombrados cerebros de una masa creciente de discípulos, se vio envuelto durante uno de sus paseos por los quais de París, no lejos de la grandiosa Biblioteca Mazarinea, cerca, por tanto del Louvre, en una de las pautas narrativas más viejas del Mundo. La que el monumental Motif-Index llama “El viaje del héroe”.
Todos ustedes, si han leído novelas de Caballería -incluso si sólo han visto la versión moderna de las mismas, es decir, “La Guerra de las Galaxias”- saben perfectamente de qué se trata: un elegido con unas ciertas virtudes que no son reconocidas por todos los que le rodean -generalmente es una especie de Cenicienta masculina- inicia un viaje iniciático en el que tendrá que vencer una serie de dificultades que lo perfeccionarán y harán evidente a todo el Mundo su condición de héroe toda vez que consigue el Objeto Numinoso que se le ha enviado a buscar.
Sí, algo parecido le ocurrió al profesor E aquel día. Puede que quizás lo presintiera, cuando fue dejando atrás, no sin cierto desdén, el contenido de los baúles verdes de los bouquinistes apostados sobre los altos muros de contención del Sena. Como si, a diferencia de lo que era habitual, no hubiera nada en aquellos centenares de títulos, de revistas antiguas, de grabados, que no le resultase soso, adocenado, pasto para simples turistas…
Esa sensación de hastío fue la que lo llevó al dédalo de callejuelas que se extendía a su derecha, pasado el Pont Neuf, avanzando, siempre sin parar, como atraído por una especie de magnetismo especial -casi propio de las novelas de E. T. A. Hoffmann también- hacia Notre Dame primero y después en dirección hacia lo más hondo de la calle del faubourg Saint-Antoine. Allí, donde la calle se curva, cuando se deja a la espalda la Plaza de la Bastilla, encontró el profesor E una entrada a uno de esos patios tan característicos de París que, en realidad, son calles privadas, con su propia verja que sólo se abre a determinadas horas para servicio de los que tienen la entrada a sus casas por esa especie de corralas parisinas.
La primera referencia que le vino a la cabeza al profesor E, fue una película de los años setenta que había hecho sus delicias: “Le magnifique”. La había dirigido Philippe de Broca y la protagonizaban un Jean-Paul Belmondo en estado de gracia y una hermosa, deslumbrante, Jacqueline Bisset, y en ella se ponía en solfa las novelas y películas de James Bond que el profesor E también había acabado convirtiendo en uno de sus objetos de estudio. En España se título “Cómo destruir al más famoso agente secreto del Mundo”.
El personaje que interpretaba Belmondo era el de un forzado de la pluma, un escritor de novelas baratas protagonizadas por Bob Saint-Clair, un cargante alter ego, una especie de James Bond a la francesa, al que todo le salía bien. Siempre viajaba en primera clase a destinos lujosos -Riviera maya, paradisíacas playas tropicales…-, acababa con sus numerosos enemigos prácticamente sin despeinarse y, por supuesto, bellísimas mujeres caían rendidas ante él con una simple caída de ojos.
Justo todo lo contrario de lo que le ocurría al autor de esas novelas, confinado en un destartalado piso de divorciado semioculto en una de esas calles privadas. Y no precisamente en una de las más vistosas.
Algo en la que atrajo la atención del profesor E recordaba, efectivamente, al cubil del entrañable escritor de novelas policíacas interpretado por Jean-Paul Belmondo. Y como la película, en realidad, es una gran comedia con un final realista pero feliz -Belmondo logra, en efecto, matar simbólica pero eficazmente a su indeseable alter ego, que parece robarle la vida y, de paso a su tiránico, explotador, mediocre y mezquino editor-, el profesor E entró en aquella calle privada animado de los mejores sentimientos y sin desconfiar un ápice de los gatos que lo miraban recelosos o del aspecto, más bien siniestro, de la librería de viejo que se abría al fondo, a la derecha de aquel inmueble oculto a las miradas de las grandes calles y avenidas del París transitado por aburridos parisinos y admirados turistas de todas partes del Mundo.
El profesor E incluso se tomó a risa el aspecto del librero. En realidad una mezcla del anticuario que traiciona a Winston Smith en “1984” y el doctor Fu Manchú. Esto último evocado gracias a la nota oriental -¿anamita, quizás?- que marcaba, de manera indeleble, el rostro algo hosco de aquel ignoto vendedor de libros.
Así, con la desinhibición que da sentirse en el territorio de los sueños materializados, el profesor E se adentró en la pequeña tienda, anunciado por la campanilla de la puerta, tras un saludo algo informe, algo reverencial, hacía el dueño de aquel pequeño microcosmos de papel que hacía palidecer a las más asoleradas librerías de París -el profesor E pensó, otra vez casi con desdén, en Shakespeare and Company o en su cercana vecina, especializada en ediciones de lujo de las obras de Verne- con sus efluvios mezclados de tinta y papel viejos. Muy viejos.
Automáticamente abstraído, mesmerizado como un personaje de Hoffmann, el profesor E ni siquiera sintió los ojos de mirada astuta y aceitosa con los que, de hito en hito, era observado por el dueño de aquella inefable librería. Eran unas ojeadas muy parecidas a las de un halcón sobre un ratón de campo.
Aunque un observador externo bien podría haber dicho también que el librero miraba al profesor E como si quisiera dirigirlo hacia una mesa en la que se apilaban polvorientos legajos que ni siquiera eran libros propiamente dichos. Si bien algunos de ellos, como el que finalmente cayó en las manos del profesor E, estaban cosidos en una rudimentaria encuadernación. Muy similar a la de los procesos judiciales que se conservan, a millares, en los archivos españoles. Así atados por orden de, nada menos, que el príncipe de los alquimistas de la Europa renacentista: su católica majestad Felipe II.
Ciertamente el librero sonrió disimuladamente -entre bocanada y bocanada al pestífero cigarrillo de hierba indio que fumaba con fruición, dejando caer, con descuido, la ceniza en un cenicero de cristal azul- cuando el profesor E cesó en sus incómodos deambuleos de estantería en estantería y se quedó, absorto, leyendo las primeras páginas de aquel manuscrito.
Empezaba con una curiosa carta fechada en París en marzo de 1794 -en el año II de la República francesa Una e Indivisible y sometida al dictado del Terror jacobino-, pero escrita en español, que explicaba a un tal Francisco, al parecer pintor de profesión, toda una serie de detalles sobre el libro “Tratado sobre las apariciones de espíritus, y sobre los vampiros o los revinientes de Hungría, Moravia, &c.” del benedictino Agustín Calmet, publicado por primera vez en París en 1751. Seis antes de que su autor muriera con la Guerra de los Siete Años apenas empezada.
Decía así:
“Estimado don Francisco, amigo. Le escribo estas líneas desde esta casa de locos en la que se ha convertido esta hermosa ciudad desde aquellos días de julio del año 1789. Por tanto ponga vuestra merced la fecha así: “En París, a 20 de marzo de 1794”. O, si lo prefiere, ponga vuestra merced el calendario decretado por la Revolución y diga “Año II” o “Frimario” o Vendimiario“ o como demontres se diga ahora marzo, que es algo que, por más que me esfuerzo en mis visitas a los clubes de los señores jacobinos y otros cafés famosos de esta ciudad, no consigo aprender.
Aún en medio de esta confusión creciente y grave, verá vuestra merced que he conseguido hacerme con noticias interesantes sobre estos acontecimientos tan importantes -de los que soy testigo y también protagonista a un mismo tiempo- y di con ese tratado que vuestra merced me mandó buscar tan encarecidamente después de que se enamorará perdidamente de él, al oírselo mencionar a nuestro ilustre Benito Feijóo.
Suspiro triste, amigo, al leer el contenido de este libro dividido en dos volúmenes y publicado hace casi medio siglo. En él se habla con demasiado interés de cosas fantásticas y retorcidas. De jóvenes doncellas que salen de la tumba para seguir viendo a sus amantes y caen muertas cuando sus padres las descubren. Todo ello bajo el ardiente sol de la Antigua Grecia. De duendes y aparecidos con muy mala intención. Como esa otra joven que, dice el docto autor, revivió en nuestro Perú, entre la nación de los ititanos, para hacer daño a los que la habían soportado ya en vida. Suspiro contristado, en fin, porque habla demasiado bien el padre Calmet de vardulacos, upiros, vampiros, revinientes de la Valaquia o sanguijuelas con forma humana que salen de sus tumbas para alimentarse de la sangre de los vivos, a la manera de las lamias o empusas de las que hablan los grandes poetas latinos, que llaman a esos seres siniestros “strix”, de donde sale “striga” y de donde, dicen, viene nuestra palabra “bruja”.
Sí, suspiro don Francisco porque me han informado de vuestro negro estado de ánimo desde aquella enfermedad que tan mal batido os dejó el año pasado de 1793. Pienso si tan negros pensamientos, en los que sólo muy de tarde en tarde brilla el amor a la Razón y a la Filosofía de las Luces del padre Calmet -que parece disfrutar con estas historias de aparecidos, más que desear darlas por imposibles-, son lo mejor para ese estado de ánimo vuestro. Temo que este sueño de la Razón engendre monstruos en vuestra fértil cabeza y que de ahí, a través de vuestra hábil mano, se pinten al óleo, en carboncillo o al pastel estos horrísonos errores.
No crea vuestra merced que no comprendo su deseo de plasmar en imágenes lo que no se ve, lo que sólo se logra vislumbrar con la razón alterada o estragada por alguna enfermedad, por un estado especial del alma o por algún trastorno ocasionado por la intoxicación con alguna sustancia. Pero créame también vuestra merced: los verdaderos monstruos que se alimentan de sangre humana no tienen nada que ver con los que pinta aquí, tan horribles, el padre Calmet. Sonrosados y rezumando sangre en el fondo de sus féretros mucho tiempo -incluso años- después de haber muerto. Visitando a parientes, vecinos y amigos en medio de la noche para sofocarlos y beberse su sangre.
Nada de eso, don Francisco, amigo. De esos yo no he visto ninguno, aunque alguna de las damiselas que frecuentan los salones a los que voy con los amigos Marchena y Carrese lo parecen o lo quieren parecer, con esa palidez hoy tan de moda.
Los verdaderos bebedores de sangre son hombres y mujeres como vuestra merced y yo.
Se ha derramado a raudales en estas calles desde el año 89. Primero combatiendo la Tiranía, que mandó a sus verdugos a combatir al Pueblo que tenía hambre y ahora que la ha saciado, tiene sed. Sed de sangre derramada en los cadalsos donde ese diabólico artefacto, la guillotina, descabeza a los antiguos verdugos y, entre ellos, incluso a algunos inocentes.
Beben también sangre en verdad esos que llaman hoy aquí agiotistas. Los que viven del esfuerzo ajeno, lucrándose con los precios de lo que deben comer los demás.
No existen monstruos peores en este tiempo que es, a la vez, el mejor y el peor de todos los tiempos, en el que el sombrero de tres picos se sustituye por el de copa alta, en el que el fraque ya no es elegante y debe cambiarse por la chaqueta corta que aquí llaman “carmañola” y los chapines de hebilla por las botas de campana y el calzón por el pantalone. Así, vestidos a la última, asistimos aquí, y de seguro también allí en Madrid, tan sensible a todo cambio o veletazo de la moda, a esta lucha titánica en la que el triunfo de la Razón se baña en sangre de reyes y comunes que cae derramada a la vista de todos. Sin artificio secreto alguno como los que describe el padre Calmet.
Sé que, seguramente, clamaré en desierto. Vuestra merced, como buen aragonés, hará tercamente lo que le plazca. Y yo, tonto de mí, como buen amigo suyo le he de aplaudir.
De momento hoy le expediré con la posta de Madrid, los dos volúmenes del padre Calmet. Disponga vuestra merced a su gusto de ellos y pinte mucho y bien tales engendros, que de su mano no puede salir nada malo aunque lo quiera.
Vale. Su amigo R.”.
Absorto en esta lectura relacionada con un manuscrito inédito relacionado, a su vez, con Francisco de Goya mezclado, además, con las historias de vampiros del padre Calmet, el profesor E sintió la emoción del joven investigador que hace sus primeros hallazgos fundamentales.
En ese estado de éxtasis descubrió al librero mirándole con sus ojos ávidos y atentos, pronunciando en rasposo francés las palabras que el profesor E ya esperaba: très rare. Muy raro. Sí, en efecto. Un raro manuscrito en el que un ilustrado revolucionario español, compañero de Robespierre, de Dantón, de Marat, de Carrese y de Marchena hablaba de vampiros y desdeñaba los cuentos en los que luego se basarían los Caprichos de Goya.
Tan raro era aquello que al profesor E no le costó mucho soltar los quinientos euros que el librero le pidió tras regatear el precio. Pensó, mientras salía algo sobrecogido de la extraña librería, que allí dormía, quizás, una nueva y muy original novela que explicase la revolución francesa desde una óptica nunca vista, olvidada, arrinconada, ignorada.